Fue el 2 de abril de 1982, alrededor de las cuatro de la madrugada, cuando sonó el
teléfono en nuestra casa uruguaya del Bulevar España, muy próxima a la playa de
Pocitos. Pensé que algún compañero de la central de Madrid se había olvidado de
la diferencia horaria y decidió llamar al delegado de Uruguay mientras que en
la madrileña calle de Espronceda tomaban el café de las nueve. Pero no fue así.
Era el director de internacional, que antes había sido delegado en Buenos Aires, mi gran amigo y paisano José Antonio Rodríguez Couceiro, por lo que ya me di cuenta que aquello iba en serio y más cuando, casi sin preámbulos formalistas, me dijo “Toma el primer avión y vete a reforzar la delegación de Buenos Aires, porque comenzó la guerra”.
Reconozco que en aquel momento surgió en mi mente la posibilidad de un conflicto con
Chile por la titularidad del canal de Beagle, algo que ya se había amagado en otras ocasiones, pero Couceiro, experto en el tema, con tres palabras me situó en el problema de las Islas Malvinas.
Me levanté, mi mujer me preparó la bolsa con “ropa de campaña” y yo añadí la grabadora, dos cámaras fotográficas, cintas, rollos, bolígrafos y libretas, algo que siempre guardaba en casa, e inmediatamente me dirigí en un taxi al aeropuerto de Carrasco con la idea de tomar el primer avión del puente aéreo que salía a las siete de la mañana.
No tuve problemas con el billete y, una vez acomodado, recuerdo la euforia de la azafata de Aerolíneas Argentinas cuando le pregunté lo que pasaba en su país y me dijo que las Malvinas -los argentinos, lógicamente, jamás usaban el nombre británico de Falklands-, habían sido recuperadas, mientras que por los altavoces sonaba un cántico patriótico, que no se desde cuando estaría preparado, pero cuyo estribillo era “Malvinas, argentinas”.
Unos años antes ya se habían producido problemas al izarse una bandera argentina en una de las islas del archipiélago de las Georgias del Sur que con el de de las Sanwich del Sur, también desabitadas, formaban parte del archipiélago de las Malvinas,
Tardamos poco más de media hora en cruzar el cenagoso Río de la Plata y nada más bajar en el
Aeroparque, que está centro y muy próximo a la Costanera, me dirigí a la delegación de la Agencia donde ya me esperaban el delegado, Jesús María Zuloaga y el redactor Enrique Merino.
Mientras me explicaban las informaciones que habían recibido por la radio y las agencias argentinas oficiales TELAM y NA, establecimos un plan para coordinar el trabajo. Zuloaga se quedaba en Buenos Aires, Merino salía para el puerto de Comodoro Ribadavia, donde estaba concentrada la armada argentina y yo volaría hasta Río Gallegos, la ciudad continental más próxima a las islas, unos 300 kilómetros, donde se había establecido el puente aéreo de transporte de tropa, material y alimentos.
Alrededor de las diez de la mañana fui al Ministerio de Relaciones Exteriores, en la Plaza del General San Martín, para acreditarme, algo para lo que no me pusieron pega alguna, compré
en una agencia el billete de avión, que tenía la salida a las cuatro de la tarde y me fui caminando por la calle Florida hasta la cercana Plaza de Mayor donde se encuentra la Casa Rosada, sede de la presidencia de la república. Sabía, pues me lo habían advertido, que para el mediodía estaba anunciada una manifestación de adhesión al gobierno, curiosamente cuando pocos días antes, y en ese mismo lugar, la policía había sacudido bien a unos manifestantes sindicalistas.
Gracias a la acreditación y más aún al hecho de ser gallego y encontrarme en la puerta
lateral a un oficial de guardia que confesó apellidarse Carballo, pude entrar en la sede presidencial, subir por la escalinata central y situarme en un balcón contiguo al que ocuparía poco después el presidente, que entonces era el General Leopoldo Fortunato Galtieri,
heredero de los nefastos Viola y Videla, un hombre que decía parecerse a Patton, pero no recordando al general norteamericano sino al actor George Scott que lo personificaba en la película.
Desde allí pude comprobar la euforia de los porteños que besaban a los soldados y que
en un grito inmenso saludaron a Galtieri cuando se asomó al balcón, por cierto, sostenido desde atrás por alguno de sus oficiales, pues su equilibrio no era perfecto según las malas lenguas (o no tan malas) motivado por el efecto etílico. Cuando murió, en 2003, estando cumpliendo arresto domiciliario, después de haber pasado una temporada encarcelado, dicen que en un diario bonaerense apareció una esquela en la que estaba escrito: “Tu amigo Johnny Walker, no te olvida”. No se si es historia o leyenda.
Como aquello no terminaba, salí a dar una información por teléfono, comer un bocadillo y trasladarme al Aeroparque para iniciar un vuelo de cinco horas sin escalas, ya que el avión en que lo hice no se detuvo en las habituales de Mar del Plata, Bahía Blanca, Comodoro Ribadavia y Trelew. Cuando bajé en Río Gallegos me di cuenta que en la pista había algunos aviones y helicópteros militares y otros de Aerolíneas Argentinas que, según me enteré más tarde, eran utilizados para transporte de fuerzas.
Durante el vuelo fui sentado al lado de un periodista argentino, nunca supe si era algo
opositor a la dictadura militar o si, afín a ella, quería sonsacarme temas del país, por eso me limité a escuchar lo que me contó sin hacer comentario alguno. Me dijo que el plan de invasión de Malvinas estaba preparado desde los tiempos del primer gobierno de Perón y que la cosa
no resultaba difícil dado que los ingleses apenas tenían fuerzas. Por eso los buques de guerra argentinos pudieron llegar a la Gran Malvina donde la guarnición era de un oficial y unos 40 soldados británicos.
Un taxista me llevó a uno de los dos hoteles de la ciudad en el que logré habitación no sin cierta dificultad y “coima” (así dicen a la propina) ya que en su mayor parte estaban ocupadas por
pilotos que hacían sus descansos en Río Gallegos, incluso alternándose las camas para dormir unos durante el día y otros durante la noche. Yo fui el primer periodista extranjero que llegó a esa
pequeña ciudad, precedido solo de una redactora y un fotógrafo de la agencia oficial NA (Noticias Argentinas) y al día siguiente se sumaron un brasileño de “O Globo” y dos norteamericanos de la cadena de televisión CBS, además de un extraño holandés que nunca llegue a saber, a ciencia cierta, si era un colega o un aventurero porque jamás le vi escribir una línea ni dictar por teléfono una crónica, pero sin embargo estaba acreditado como informador ante el mando de la plaza, porque la certificación que nos dieron en el Ministerio tuvimos que ratificarla ante el Comandante Militar. Finalmente se completó el grupo con dos franceses de la AFP,
un alemán de la DPA, un italiano de la ANSA y un norteamericano de AP, todas ellas agencias de cobertura mundial. Los periodistas, cuando coincidimos en un gran evento, sea una guerra, un torneo deportivo o una catástrofe meteorológica, nos reconocemos fácilmente sin que nadie nos presente y nos sentimos muy unidos, sobre todo por la noche, cuando descan samos en, en el bar del hotel, Pero en estos grupos nunca intercambiamos informaciones fundamentales, pues a la hora de trabajar cada uno lo hace a su manera buscando aquello que pueda resultar más sugestivo para el medio al que va dirigido y, si puede ser, el “scoop”, es decir la exclusiva.
Nuestro primer intento, y en esto si que coincidimos, aunque buscando cada uno por su
lado, fue dar el salto hasta el lugar del conflicto, es decir las Malvinas y sobre todo su capital Port Stanley que inmediatamente fue rebautizada como Puerto Argentino, pero esto fue totalmente imposible. Lo más que llegamos a saber es que en barcos y aviones habían llegado ya 10.000 soldados argentinos, es decir algo más que habitantes de las islas y algo menos que ovejas, que eran las que dominaban en su ganadería.
Los argentinos no quisieron que otros ojos, más que los suyos, y dirigidos por los mandos militares al frente de los cuales estaba como nuevo gobernador el General Menéndez, se contase lo que allí ocurría así situaron en la capital a un redactor y un fotógrafo de la agencia oficial TELAM, que estaba controlada por los militares y se limitaban a darnos una hoja fotocopiada con el parte del día algo que prácticamente no necesitábamos porque también se distribuía en Buenos Aires.
En vista de ello, cada uno comenzó a buscarse información como pudo. Los norteamericanos de la CBS alquilaron un coche sin conductor y se acercaron con sus cámaras y sus potentes teleobjetivos para filmar los movimientos de tropas. A las veinticuatro horas, mientras todos estábamos fuera del hotel, una patrulla al mando de un oficial, no solo revolvió la habitación de los norteamericanos, sino también las de los demás periodistas que allí nos alojábamos.
Finalmente todos quedamos “absueltos” pues no encontraron nada, salvo los de la CBS a los los expulsaron como precaución, después de velarles toda la película que tenían. Lo que no descubrieron es que uno, que llevaba una guitarra, había escondido material filmado dentro de ella pegado con esparadrapo. Pensé que había que ser un poco torpe el no sospechar que un par
de profesionales de TV cargados de cámaras y trípodes hasta los topes, llevasen también una guitarra.
Algunos argentinos de NA, la otra agencia oficial, pasaban el día entrevistando a militares, aunque luego no publicaban más que sus opiniones sobre la familia, el fútbol y los tangos.
Yo me dediqué a buscar españoles o descendientes paras ver si, a través de la vena patriótica, lograba cumplir con mi obligación enviado, como mínimo, un tema distinto cada día, pero siempre había gran hermetismo y casi tenía que dialogar con los pingüinos que abundaban en el puerto. Escribí también sobre los miles de chilenos que vivían en Río Gallegos y en sus alrededores, que estaban un poco asustados pensando en que los argentinos podían acordarse del canal de Beagle. Un día tomé el avión y seguí bajando hasta Ushuaia, la ciudad mas austral del mundo, pero lo único que conseguí es que me dieran un certificado turístico de que había estado allí, así que me volví a mi base de Río Gallegos.
Al cabo de una semana surgió el prodigo. Conocí a la alcaldesa, una mujer que rondaría los 55 años, soltera, abogada y muy habladora. La invité a cenar y comenzamos la conversación con el tema de los antepasados que en argentina tiene dos vertientes, la de los españoles (allí a todos nos llaman gallegos a todos) o la de los italianos llamados Tanos. Seguimos por la universidad, la carrera de derecho y se interesó mucho por el proceso democrático español y la figura de
Adolfo Suárez.
A pesar de su cargo, la alcaldesa, cuyo nombre en aquel momento no quise memorizar y ahora, al cabo de tantos años, me sería imposible, añoraba tiempos argentinos anteriores a Videla, remontándose a la primera legislatura de Perón.
Cuando ya enfilamos la segunda botella de vino tinto chileno Cousiño-Macul, que era de gran calidad, acompañado por las habituales aperitivos de mejillones y almejas preparados al estilo de Chile, e iniciábamos el tradicional churrasco, la conversación fue derivando hasta la situación que estábamos viviendo, es decir la llamada “recuperación“ de las Malvinas. En aquel momento los argentinos estaban pensando que el tema no tendría vuelta atrás porque creían -¡pobres
inocentes!- que Inglaterra no enviaría tropas para defender un lugar tan alejado. Nada más erróneo, entre otras razones porque Margaret Thatcher pasaba por un mal momento político y
necesitaba de un hecho heroico y además las Malvinas no eran solo unos miles de ovejas y uno puerto para recalar pesqueros, sino un lugar de control estratégico del Pacífico Sur.
Entonces fue cuando la alcaldesa se destapó y me contó como en su ciudad y en otras de
la costa, ya se estaban haciendo simulacros como apagones de luz continuados y como se había preparado la evacuación de la población civil, unos 20.000 habitantes, hacia estancias del interior, para el caso de que los ingleses llegasen al continente con idea de desembarcar. Ancianos, mujeres y niños eran los primeros que deberían salir tanto en los vehículos privados como en autobuses públicos, por lo que todo aparato con motor, incluidas los tractores, estaban perfectamente localizados y utilizables, siempre para ir en dirección al interior ubicándose incluso en Calafate, una localidad próxima a los Andes y donde se encuentra el famoso
glaciar Perito Moreno. Curiosamente algunas de esas estancias eran propiedad de familias británicas radicadas en Argentina desde hacia varias generaciones.
Confieso que cuando escuché todo eso ya vi la crónica que justificaba mi estancia y la dicté a la delegación de Buenos Aires, como era habitual, desde un teléfono público, pues tenía la seguridad de que la línea del hotel estaba intervenida. Sabía que había conseguido, por fin, una noticia diferente, pero no sospechaba de la repercusión mundial.
Lógicamente llegó, quizá a través de alguna embajada, posiblemente la de Madrid, hasta el
gobierno pero con la suerte para mi, de que no apareció firmada , pues yo no lo había hecho, ni tampoco con referencia de agencia así al día siguiente por la añana, un oficial del ejercito fue a nuestro hotel y nos entregó a los priodistas acreditados una citación para que a las cuatro de la tarde nos pesentásemos en el cuartel general. Allí, el general jefe, con aspecto astante airado, nos dijo que se había publicado una crónica en la que se revelaban altos secretos militares, pero que todavía no se sabía de donde había salido, porque en ella, y de eso yo me cuidé muy bien, no había referencia ni a personas ni a lugares así que podía haber sido escrita, incluso, en Buenos
Aires. Pese a todo, y sabiendo como funcionaban los “milicos”, cuando nos dijo que nos daba un plazo de 24 horas para abandonar Río Gallegos, yo me quedé algo rezagado al despedirme y me acerqué a el para decirle que era tan obediente que no esperaba ese tiempo y que estaba dispuesto a irme en el primer vuelo que me proporcionasen. El general, más tranquilo, y llamándome “gallego” cosa que yo le aclaré que en mi caso era totalmente acertado, pues había nacido en Galicia, consultó con un oficial y finalmente me dijo que salía un vuelo regular de
Aerolíneas Argentinas a las 20,00 y que iba directo al Aeroparque de Buenos Aires. Me dio un salvoconducto para que fuera admitido aunque no hubiera plazas. Tras la despedida, y como no quedaba mucho tiempo, fui al hotel, preparé mi petate y en un taxi partí para el aeropuerto que estaba a diez kilómetros. Cuando ya estábamos cerca, quizá a unos tres kilómetros llegó otro
sobresalto. Se nos cruzó una patrulla militar con un jeep y me hizo salir. Les enseñé el salvoconducto del general y entonces me dijeron que como en ese último tramo estaba prohibido el acceso de coches privados, incluidos los taxis, ellos mismos me llevarían, así que se produjo la curiosidad de ir escoltado en los últimos minutos.
El aeropuerto estaba a media luz y abarrotado, tanto de soldados durmiendo en el suelo, como de personas, especialmente mayores acompañados de niños pequeños, que tenían pasajes y esperaban la oportunidad para embarcar. Cuando llegué al mostrador, tras decirme que no había plazas, enseñé el salvoconducto y me dieron inmediatamente la tarjeta de embarque advirtiéndome de que no podía facturar equipaje de bodega, cosa inútil pues lo mío era solo una pequeñabolsa. Desde un teléfono público llamé al delegado en Buenos Aires para decirle cuando llegaba y pedirle que me tuviera comprado el billete del puente aéreo para Montevideo e inmediatamente subí al avión. Después de advertirnos que no encendiéramos luces y que no
levantásemos las persianas de las ventanillas, me sentaron y con gran sorpresa pusieron a un niño de unos tres años encima de cada una de mis rodillas, cosa que ocurrió también con casi todos los pasajeros, así que estiré el cinturón de seguridad todo lo que pude para poder abarcarlos. Me di cuenta, entonces, que llevar la bodega vacía era para compensar el sobrepeso de la cabina de pasajeros.
Hicimos el viaje sin escalas y serían sobre las tres de la madrugada cuando aterrizamos en el pequeño aeropuerto de vuelos locales, el Aeroparque Jorge Newbey, donde me esperaba mi colega ya con la tarjeta de embarque y como tenía tiempo libre charlamos y le di tema para que él mismo redactase otra crónica. Esta vez el avión que salió a las seis de la mañana, era de la
compañía uruguaya Pluna, que alternaba con Aerolíneas Argentinas en este servicio.
Una llamada a casa tranquilizó a mi mujer, pues la prensa y la radio locales, y también la española, habían publicado una pequeña noticia en la que se informaba que los periodistas extranjeros que estaban fuera de Buenos Aires, habían sido expulsados y además algún “eficiente” colega de la redacción central, había puesto la coletilla de “entre ellos, el enviado especial de EFE. Albino Mallo”.
Antes de las siete de la mañana ya estaba en casa, respirando tranquilo después de que en el aeropuerto d Carrasco, me esperasen, no solo mi familia, sino también un grupo de amigos y colegas, como si fuera el superviviente de una guerra.
Pasados unos días, y cuando mis compañeros de Buenos Aires me dijeron que aquel incidente ya estaba olvidado, o al menos superado por otros, pedí autorización a Madrid para retornar a Argentina, y me lo dieron, pero entonces ya todo fue muy distinto, porque a los corresponsales extranjeros no nos dejaban salir de la capital y para informarnos habían instalado una sala de prensa en el Hotel Sheraton, con barra libre, es decir, todo un relajo. Allí nos llevaban los
comunicados oficiales que nos limitábamos a transcribir. Hasta que finalizó la guerra, todo fue euforia porque los argentinos, especialmente los de la capital, estaban convencidos de
que tenían dominadas a las fuerzas inglesas hasta el mismo momento en que se produjo la rendición, cuando la firmó el general Menéndez, comandante en jefe de las fuerzas destacadas en las islas.
Incluso quienes escuchaban emisoras de radio extranjeras, estaban convencidos de que su
información era falsa, y no les faltaba parte de razón, porque Inglaterra montó también una oficina de prensa oficial a bordo de un buque de guerra y desde allí contaba lo que le convenía. El hecho de que la guerra se desarrollase en unas islas aisladas permitió esta especie de información afarolada y conveniente para unos y otros intereses, ya que no había testigos directos que
fueran imparciales.
Luego, poco a poco, fueron surgiendo las realidades como por parte inglesa, el criminal hecho de hundir el acorazado “Belgrano” un buque comprado a los Estados Unidos, bastante vetusto, que había participado en la II Guerra Mundial y que estaba muy al Sur, cerca de Ushuaia, fuera de todos los limites de la beligerancia, y en cuyo hecho murieron más de 200 marineros inocentes.
También se supo que el destructor “Sheffields” y un carguero ingleses fueron hundidos por la aviación argentina fue a través de los pequeños aviones de hélice Pucará, pilotados por auténticos camicaces, ya que cargaban un misil exocet y, volando a ras de agua para no ser captados por los
radares, lanzaban el explosivo contra el buque, pero como no tenían capacidad de fuerza para huir, al iniciar el ascenso, eran irremediablemente derribados desde el propio barco antes de hundirse.
Otra influencia grande en la guerra fue, por parte argentina, el hecho de que en los meses en que se inició, teóricamente otoñales, en las Malvinas ya había comenzado un invierno austral para el que no estaban preparados esos muchachos que, por cierto, procedían todos de regimientos de ciudades del interior, ya que apenas había porteños, es decir de Buenos Aires, así que seguían calzados con zapatillas y usaban vestuario ligero, por lo que se produjeron muchas
congelaciones. Y por parte británica la llegada del trasatlántico Queen Elizabeth 2, con un regimiento de gurkas, es decir soldados profesionales de origen nepalí, que fueron los que tomaron los centros neurálgicos de Gran Malvina utilizando, generalmente, más sus cuchillos que los fusiles.
Si algo tuvo de positivo la guerra de las Malvinas, fue que provocó el final de las dictaduras militares ya que desposeído Galtieri, se nombro al general Bignone, con la intención firme de convocar elecciones, cosa que cumplió saliendo como presidente electo Raúl Alfonsín, al que yo luego entrevistaría primero en Buenos Aires, en un despacho clandestino que le habían habilitado en el sótano de la Casa de Lalín ya que era hijo de padre gallego oriundo de esa villa pontevedresa y luego, cuando ya era candidato, durante un viaje a Chile en el que desayuné con
él y el presidente del partido radical chileno, éste solamente tolerado, Enrique Silva Cima, en el Hotel Carrera. Pero mis encuentros con Alfonsín aún fueron más, ya que en un viaje que hice
desde Galicia a Buenos Aires cuando ya era presidente, me recibió en audiencia en la Casa Rosada e incluso me invitó a ir al día siguiente, sábado, a su ciudad natal de Chascomús donde sus convecinos le ofrecían un homenaje, con asado, naturalmente y aun volví a estar con él en Oviedo en 1985, es decir recién llegado a España, durante una entrega de los premios
Príncipe de Asturias en el que recibió el de Cooperación Internacional.